Por Javier Orozco Alvarado, Ex rector de la Universidad de Guadalajara en Puerto Vallarta
La guerra sucia en las elecciones de 2006, 2012 y 2018, en las que participó Andrés Manuel López Obrador, se distinguieron por pretender hacer creer a la población que el tres veces candidato a la presidencia de la república era un peligro para México.
Y es que su filiación y postulación por los denominados partidos de izquierda en esas épocas (PRD, PT, MC, Morena) apuntaban al supuesto riesgo de que el país se convertiría en algo así como Cuba, Nicaragua o Venezuela, en caso de llegar a la presidencia.
A López Obrador se le identificaba principalmente con los caudillos populistas de izquierda, o hasta de derecha, que han gobernado nuestro continente; unos con tinte nacionalista, otros con talante socialista.
La realidad es que el nacionalismo puede asumir un patrón económico, político o mixto; al igual que los regímenes socialistas. Una prueba de ello fue el nacionalismo político promovido por Hitler para extender sus dominios sobre Europa; para exterminar a los judíos y otras naciones a quienes consideraba inferiores a la raza aria y los causantes de muchos de los males de Alemania. Fue un nacionalismo populista que promovió el odio, la violencia, la confrontación y la polarización social.
En el periodo de reconstrucción de la posguerra se instauró en casi todo el mundo el keynesianismo; un nacionalismo económico en el que el Estado se encargaría de mantener los equilibrios macroeconómicos e intervenir en aquellas actividades que favorecieran la inversión, el empleo, el ingreso, el consumo y la prosperidad para la población en un ambiente incluyente y democrático. Este tipo de nacionalismos, en su versión populista, han sido empleados también por muchos gobiernos para simular la prosperidad nacional, el mejoramiento de la calidad de vida de la población y la seudo democratización de la nación.
El socialismo en su versión europea (España, Francia, Gracia, etc.), desde su aparición a principios de la década de 1980, se ha caracterizado por la alternancia democrática, por el bienestar social y por la creación de instituciones para garantizar la libertad, la seguridad, la educación, la salud y el bien común.
Por el contrario, el socialismo populista latinoamericano muestra rasgos caudillistas, populistas, autoritarios y antidemocráticos. Es un socialismo que no resuelve ni ha resulto la pobreza, coarta las libertades, destruye las instituciones, mantiene un régimen castrista y la población se encuentra sojuzgada.
Hasta ahora, nuestro país enfrenta un escenario relativamente distinto del que se ofrece bajo los distintos regímenes contemporáneos en el mundo. Pero hace falta entender si realmente hemos asumido o no alguna de estas formas de gobierno o si verdaderamente nos encaminamos hacia el perfeccionamiento de nuestra democracia y nuestro régimen económico y político.
Necesitamos entender si estamos verdaderamente en el camino de la construcción de un nuevo país, de una economía y de una sociedad que se diferencia del pasado o si caímos ya en una de estas formas de gobierno.