Por Thierry Meyssan
El confinamiento generalizado, resultado de la reacción de los políticos ante la epidemia de Covid-19, ha favorecido una redistribución mundial de la riqueza a favor de un grupo de grandes actores de internet –Microsoft, Alphabet (propietario de Google), etc. Simultáneamente, varios fondos de inversiones –como Vanguard y BlackRock– que ya manejaban sumas astronómicas, al extremo de ser capaces de imponer sus propios intereses a los Estados, se han convertido en propiedad de un grupo de familias. Y ahora las diferencias entre el volumen de riquezas que acumulan los súper multimillonarios y lo que realmente poseen los pueblos han alcanzado proporciones estratosféricas.
Las clases medias, que ya venían sufriendo una lenta erosión desde la caída de la URSS y el inicio de la globalización económica, están en franco peligro de extinción. En la práctica, los sistemas democráticos son incapaces de resistir ante tanto y tan abrupto desnivel en materia de riqueza.
Como siempre sucede durante los periodos de cambio de sistema político, la clase social que aspira al poder impone su punto de vista, en este caso se trata del transhumanismo, una idea según la cual los progresos científicos van a permitir transformar la biología humana hasta derrotar la muerte. Casi todos los individuos poseedores de las 50 mayores fortunas del mundo parecen padecer esa obsesión. Esos personajes piensan que si la ciencia sustituyó las supersticiones, la técnica sustituirá a muchas personas. Para imponer su opinión –que ellos consideran indiscutible–, los propietarios de esas fortunas astronómicas están comenzando a controlar lo que pensamos y nos obligan a actuar según lo que dicta esa nueva ideología. El fenómeno más reciente es la reacción ante la epidemia de Covid-19.
Históricamente, ante absolutamente todas las epidemias anteriores, los médicos trataban de curar a los enfermos. Eso era en el mundo «de antes». En el mundo transhumanista no hay que curar a la gente porque todos deben protegerse previamente con una nueva tecnología: el ARN mensajero. Por eso vemos como gran parte de los Estados “desarrollados” prohíben a sus médicos curar a los contagiados y prohíben a las farmacias la venta de los medicamentos que podrían servir para ello –como la hidroxicloroquina, la ivermectina, etc. The Lancet, una publicación médica de referencia, llegó incluso a publicar un artículo donde se afirmaba que un medicamento existente desde hace décadas y utilizado por millones de personas mataba a los enfermos de Covid-19. Y los gigantes de internet censuran las cuentas de quienes hablan bien de ese medicamento. Todo apunta a lograr que veamos el ARN mensajero como la única opción.
Yo no soy médico. No conozco la eficacia real de esos diferentes productos. Sólo soy una persona que observa cómo se bloquea un debate incluso antes de que se inicie. Yo no intervengo en el debate científico pero veo que se cierra.
Pero el asunto de la imposición del ARN mensajero en contra de los cuidados médicos no está resuelto todavía. El 22 de septiembre pasado, el presidente estadounidense Joe Biden organizó una cumbre global virtual para distribuir 500 millones de dosis de «vacuna» de ARN mensajero. Para sorpresa de todos, los países que supuestamente iban a recibir ese regalo boicotearon el encuentro [1]. Al parecer no creen que las vacunas de ARN mensajero sean la solución del problema.
Para entenderlos sólo hay que recurrir a una simple calculadora. Los países que apostaron todo a las vacunas de ARN mensajero han registrado entre 20 y 25 veces más fallecimientos por millón de habitantes que los países que autorizaron los cuidados médicos a las personas contagiadas.
El transhumanismo fascina en Occidente porque la gente ya ni siquiera se interroga sobre la prohibición del uso de medicamentos contra el Covid-19. Pero esa nueva forma de pensamiento no goza de la misma influencia en otras regiones del mundo.
Propaganda de la tecnología ARN mensajero
La historia nos ha permitido aprender que para imponer un nuevo régimen hay que lograr primero que la gente actúe de acuerdo con una nueva ideología. Cuando la gente comienza a actuar de esa manera, ya se le hace muy difícil volverse atrás. Eso es lo que se llama propaganda y su objetivo no es controlar el discurso sino utilizarlo para modificar el comportamiento [2].
Como las sociedades occidentales han renunciado a investigar sobre la posibilidad de curar el Covid-19, nos hemos tragado el asunto del ARN mensajero… y ahora nos tragamos también la imposición del «pasaporte Covid». Ya estamos maduros para entrar en el nuevo régimen. Y hasta es absurdo calificarlo de “dictadura”, un concepto que pertenece al «mundo de antes». Todavía no sabemos cómo será ese nuevo régimen, pero ya lo estamos construyendo.
En todo caso, ya puede verse que los Estados se ven amenazados por las megafortunas que mencionamos al principio. En efecto, los Estados tienen sobre todo lo que el mundo de la finanza llama «gastos fijos», mientras que los súper multimillonarios pueden, en cualquier momento, retirar sus inversiones de aquí para moverlas hacia allá. Son muy pocos los fondos soberanos que pueden rivalizar con las megafortunas y mantenerse independientes de ellas.
Los medios de difusión corporativos
Con el mayor entusiasmo, los «medios corporativos» (corporate media) se han puesto al servicio de ese proyecto. Hace mucho, sobre todo desde que terminó la guerra fría, que el periodismo se autodefine como una búsqueda de «objetividad», aun sabiendo que tal cosa es imposible.
En un tribunal no se pide a los testigos que den muestras de «objetividad», pero se les exige que digan «la Verdad, toda la Verdad y nada más que la Verdad» porque se sabe que cada cual percibe sólo una parte de la Verdad, según su visión del mundo, sus convicciones o su condición social. Ante un accidente entre un automovilista y un peatón, la mayoría de los testigos peatones dan la razón al peatón mientras que la mayoría de los testigos automovilistas aseguran el conductor estaba en su derecho. Lo que permite aclarar lo que realmente sucedió es la suma de los testimonios.
La reacción de los «medios corporativos» ante la aparición de nuevos actores en el mundo de la información (los blogs o bitácoras y los usuarios de las redes sociales) ha consistido sobre todo en tratar de descalificarlos afirmando que sus esfuerzos son conmovedores pero que esos recién llegados carecen de la calificación necesaria para compararse con los «verdaderos medios». Los periodistas profesionales han instaurado una diferencia entre la «libertad de expresión» (para todos) y la «libertad de prensa» (sólo para ellos) y han acabado adoptando una pose de maestros de escuela, considerándose a sí mismos como los únicos habilitados para distribuir buenas o malas “notas” o “calificaciones” a quienes tratan de imitarlos. Así inventaron el concepto llamado «fact checking», la supuesta «verificación de los hechos» en la que ellos mismos son jueces y parte, como si el trabajo periodístico fuese un juego de televisión.
Inquietos, al ver que algunos responsables políticos se ponen del lado de sus electores en vez de seguir lo que dictan los súper multimillonarios, los «medios corporativos» han extendido el «fact checking» a las declaraciones de sus invitados políticos. Ya son incontables los programas donde un líder se ve sometido al «fact checking» de la redacción. El discurso político, que debe ser un análisis de los problemas de la sociedad y de las vías para resolverlos, se ve así reducido a la enumeración de cifras verificables en anuarios estadísticos.
Los «medios corporativos» se erigieron inicialmente en «Cuarto Poder» y después absorbieron a los demás para acabar convirtiéndose en el Poder principal. Esa noción viene del político y filósofo británico del siglo XVIII Edmund Burke. El «Cuarto Poder» se constituyó junto al Poder Espiritual, al Poder Temporal y los Commons (la gente modesta). En nombre de su propio conservadurismo liberal, Edmund Burke no cuestionaba su legitimidad. Pero hoy todos pueden comprobar que esa supuesta legitimidad no se basa en un valor sino en la fortuna de los propietarios de los medios.
La selección de los temas que los medios abordan es cada vez más restringida, se aparta paulatinamente del análisis y ahora se limita sólo a los datos estrictamente verificables.
Hace 20 años, los diarios que cuestionaban mis trabajos los presentaban muy superficialmente para descalificarlos de inmediato tildándolos de «conspiracionistas». Ahora ni siquiera se atreven a resumir mis tesis… porque no tienen ninguna posibilidad de descalificarlas con el «fact checking». ¿Qué hacen entonces? Me clasifican como «no confiable». Ante los periodistas no profesionales más jóvenes, los llamados «medios corporativos» se limitan al simple insulto. Resultado: sigue creciendo el abismo que separa los dos bandos.
Ese fenómeno se hizo particularmente evidente con la aparición en Francia de los «Chalecos Amarillos», simples ciudadanos que protestaban contra esta evolución sociológica del mundo, incluso antes de que el confinamiento viniera a favorecerla. Recuerdo un debate transmitido por una televisión de información continua donde una diputada preguntaba a una «Chaleco Amarillo» qué subvenciones contentarían a los manifestantes. La representante de aquella corriente popular le contestó: «No necesitamos subvenciones. Lo que queremos es un sistema más justo.»
Los «medios corporativos» rápidamente apartaron de la luz pública a las personas que, como aquella dama de los «Chalecos Amarillos», expresaban una reflexión seria sobre los problemas de la sociedad y en su lugar dan la palabra a quienes se limitan a emitir exigencias inmediatas. En otras palabras, esos medios hacen de todo con tal de censurar el pensamiento.
Notas buenas y malas
Otra cosa que ha hecho la nueva élite dominante es reinstaurar lo que antes se llamaba el Index librorum prohibitorum. Antiguamente, la iglesia –que no era sólo una comunidad de creyentes sino también un poder político– publicaba una lista de libros prohibidos para todos, pero no para sus clérigos. La iglesia pretendía así proteger al Pueblo de los errores y mentiras de quienes cuestionaban su dogma. Eso duró cierto tiempo, pero a la larga los creyentes acabaron privando a la iglesia de su poder político.
Ya en nuestra época, algunos ex dirigentes de la OTAN y de la administración Bush crearon en Nueva York una entidad llamada NewsGuard, a la que encargaron hacer una lista de sitios web «no confiables» –Red Voltaire está en esa lista [3]. Además, la OTAN (¡otra vez la OTAN!), la Unión Europea, Bill Gates y otros compinches más crearon CrossCheck, que financia, por ejemplo, un grupo de «fact checking» instaurado en el diario francés Le Monde [4]. Pero parece que la multiplicación exponencial de las fuentes de información ha dado al traste con ese proyecto.
Otro método más reciente todavía ya ni siquiera consiste en decretar a priori lo que es “confiable” y lo que no sino en dictarle al público “La Verdad”.
En Francia, por ejemplo, el presidente Emmanuel Macron, acaba de instalar una «Misión Contra la Desinformación y el Conspiracionismo». Encabeza esa «Misión» el sociólogo Gerald Bronner, un personaje que estima que el Estado debería instaurar un organismo encargado de establecer “La Verdad” basándose en el «consenso científico». Gerald Bronner considera también que es inaceptable que la palabra «de un profesor universitario tenga el mismo valor que la de un Chaleco Amarillo» [5].
Ese método no es nuevo. En el siglo XVII, Galileo descubrió que la Tierra giraba alrededor del Sol y no lo contrario. Y los predecesores de Gerald Bronner refutaron el descubrimiento de Galileo… citando partes de las Sagradas Escrituras, consideradas entonces como un fuente revelada de conocimiento. Así que la iglesia condenó a Galileo basándose en el «consenso científico» de la época.
La historia de la ciencia está repleta de ejemplos similares, casi todos los grandes descubridores fueron rechazados en nombre del «consenso científico» de su tiempo. Muchas veces, las demostraciones científicas de los descubridores no lograron imponerse hasta después de la muerte de sus contradictores… los portadores del «consenso científico».